LECTURAS | “República luminosa”, de Andrés Barba (Premio Herralde de Novela)

10/02/2018 - 12:04 am

Andrés Barba es un autor prolífico y desde hace tiempo un gran escritor de Anagrama. En esta historia sobre niños, para poder ver en forma distinta a la infancia, República luminosa, ha ganado el Premio Herralde de Novela. Coincidimos con Andrew White: “De cuando en cuando aparece un escritor que no se limita a registrar las cosas sino que crea una nueva realidad capaz de arrojar luz sobre nuestros sentimientos más oscuros. Kafka lo hizo. Bruno Schultz lo hizo. Y ahora también Andrés Barba”.

Ciudad de México, 10 de febrero (SinEmbargo).-¿Qué tiene que suceder para que nos veamos obligados a redefinir nuestra idea de la infancia? La aparición de treinta y dos niños violentos de procedencia desconocida trastoca por completo la vida de San Cristóbal, una pequeña ciudad tropical encajonada entre la selva y el río. Veinte años después, uno de sus protagonistas redacta esta República luminosa, una crónica tejida de hechos, pruebas y rumores sobre cómo la ciudad se vio obligada a reformular no solo su idea del orden y la violencia sino hasta la misma civilización durante aquel año y medio en que, hasta su muerte, los niños tomaron la ciudad. Tensa y angustiosa, con la nitidez del Conrad de El corazón de las tinieblas, Barba suma aquí, a su habitual audacia narrativa y su talento para las situaciones ambiguas, la dimensión de una fábula metafísica y oscura que tiene el aliento de los grandes relatos.

La novela ganadora del premio Jorge Herralde. Foto: Especial

Fragmento de República luminosa, de Andrés Barba, con autorización de Anagrama

Cuando me preguntan por los 32 niños que perdieron la vida en San Cristóbal mi respuesta varía según la edad de mi interlocutor. Si tiene la mía respondo que comprender no es más que recomponer lo que solo hemos visto fragmentariamente, si es más joven le pregunto si cree o no en los malos presagios. Casi siempre me contestan que no, como si creer en ellos supusiera tenerle poco aprecio a la libertad. Yo no hago más preguntas y les cuento entonces mi versión de los hechos, porque es lo único que tengo y porque sería inútil convencerlos de que no se trata tanto de que aprecien la libertad como de que no crean tan ingenuamente en la justicia. Si yo fuese un poco más enérgico o un poco menos cobarde, comenzaría mi historia siempre con la misma frase: Casi todo el mundo tiene lo que se merece y los malos presagios existen. Vaya que si existen.

El día que llegué a San Cristóbal, hace hoy veintidós años, yo era un joven funcionario de Asuntos Sociales de Estepí al que acababan de ascender. En el plazo de pocos años había pasado de ser un flaco licenciado en derecho a ser un hombre recién casado al que la felicidad daba un aire más apuesto del que seguramente habría tenido de forma natural. La vida me parecía una sencilla cadena de adversidades relativamente fáciles de superar que acababan en una muerte no sé si sencilla, pero tan inevitable que no merecía la pena pensar en ella. No sabía entonces que la alegría era precisamente eso, la juventud precisamente eso y la muerte precisamente eso, y que aunque no me equivocaba esencialmente en nada, me estaba equivocando en todo. Me había enamorado de una profesora de violín de San Cristóbal tres años mayor que yo, madre de una niña de nueve. Las dos se llamaban Maia y las dos tenían ojos concentrados, nariz pequeña y unos labios marrones que me parecían el colmo de la belleza. A ratos me sentía como si me hubiesen elegido en un conciliábulo secreto, tan feliz de haber caído en sus “redes” que cuando me ofrecieron la posibilidad de trasladarme a San Cristóbal corrí a su casa para contárselo y le pedí directamente que se casara conmigo.

Me ofrecieron el puesto porque dos años antes había diseñado en Estepí un programa de integración de comunidades indígenas. La idea era sencilla y se demostró eficaz como programa modelo: consistía en favorecer que los aborígenes tuvieran la exclusividad en el cultivo de ciertos productos. En aquella ciudad optamos por las naranjas y pusimos en manos de la comunidad indígena el abastecimiento de casi cinco mil personas. El programa estuvo a punto de provocar un pequeño caos en la distribución, pero finalmente la comunidad reaccionó y tras un reajuste consiguió convertirse en una pequeña cooperativa más que solvente con la que todavía hoy financian buena parte de sus gastos.

El programa fue tan exitoso que el gobierno de la nación se puso en contacto conmigo a través de la Comisión de Reducciones Indígenas para que lo reprodujera con los tres mil habitantes de la comunidad ñeê de San Cristóbal. Me ofrecían una casa y un puesto de dirección en el departamento de Asuntos Sociales. Maia recuperó de rebote sus clases en la pequeña escuela de música de su ciudad natal. No lo confesaba, pero yo sabía que le entusiasmaba volver en una situación acomodada a la ciudad de la que había tenido que irse por necesidad. El puesto incluía también la escolarización de la niña (siempre la llamé “la niña”, y cuando me dirigía a ella directamente, “niña”) y un sueldo que nos permitía ahorrar. ¿Qué más habría podido pedir? Me costaba controlar mi alegría y le pedía a Maia que me contara cosas sobre la selva, el río Eré, las calles de San Cristóbal… Mientras hablaba me parecía adentrarme en una vegetación espesa y sofocante en la que de pronto encontraba un lugar paradisiaco. Puede que mi imaginación no fuese particularmente creativa, pero nadie podrá decir que no fuera optimista.

Llegamos a San Cristóbal el 13 de abril de 1993. El calor húmedo era muy intenso y el cielo estaba completamente despejado. A lo lejos, mientras subíamos en nuestra vieja furgoneta familiar, vi por primera vez la descomunal masa de agua marrón del río Eré y la selva de San Cristóbal, ese monstruo verde e impenetrable. No estaba acostumbrado al clima subtropical y tenía el cuerpo empapado en sudor desde que habíamos tomado la carretera de arena rojiza que salía de la autopista hacia la ciudad. El aturdimiento del viaje desde Estepí (casi mil kilómetros de distancia) me había dejado el ánimo sumido en una especie de melancolía. La llegada se había desplegado al principio como una ensoñación y luego con la rugosidad siempre brusca de la pobreza. Me había preparado para una provincia pobre, pero la pobreza real se parece poco a la pobreza imaginada. No sabía aún que la selva iguala la pobreza, la unifica y en cierto modo la borra. Un alcalde de esta ciudad dijo que el problema de San Cristóbal es que lo sórdido siempre está a un pequeño paso de lo pintoresco. Es literalmente cierto. Los rasgos de los niños ñeê son demasiado fotogénicos a pesar de la mugre –o quizá gracias a ella–, y el clima subtropical sugiere la fantasía de que hay algo inevitable en su condición. O por decirlo de otro modo: un hombre puede luchar contra otro hombre pero no contra una cascada o una tormenta eléctrica.

Pero desde la ventanilla de la furgoneta había comprobado también otra cosa: que la pobreza de San Cristóbal podía ser despojada hasta el hueso. Los colores eran planos, esenciales y de un brillo enloquecido: el verde intenso de la selva pegada a la carretera como un muro vegetal, el rojo brillante de la tierra, el azul del cielo con aquella luz que obligaba a tener los ojos permanentemente entrecerrados, el marrón compacto de aquellos cuatro kilómetros de orilla a orilla del río Eré, todo me anunciaba con señales evidentes que no tenía en mi patrimonio mental nada con lo que comparar aquello que estaba viendo por primera vez.

Al llegar a la ciudad fuimos al ayuntamiento para que nos entregaran la llave de nuestra casa, y un funcionario nos acompañó en la furgoneta indicándonos la dirección. Estábamos a punto de llegar cuando de pronto vi a menos de dos metros un enorme perro pastor. La sensación –seguramente provocada por el agotamiento del viaje– fue casi fantasmagórica, como si, más que haber cruzado, el perro se hubiese materializado de la nada en medio de la calle. No tuve tiempo para frenar. Agarré el volante con todas mis fuerzas, sentí el golpazo en las manos y ese sonido que cuando se ha escuchado una vez ya no se olvida jamás: el de un cuerpo al estamparse contra un parachoques. Bajamos a toda prisa. No era un perro, sino una perra, estaba malherida y jadeaba rehuyendo nuestra mirada como si algo la avergonzara.

Maia se inclinó sobre ella y le pasó la mano por el lomo, un gesto al que la perra respondió con un movimiento de la cola. Decidimos llevarla inmediatamente a algún veterinario y mientras lo hacíamos, en la misma furgoneta con la que acabábamos de atropellarla, tuve la sensación de que aquel animal callejero y salvaje era simultáneamente dos cosas contradictorias: un pésimo presagio y una presencia benéfica, una amiga que me daba la bienvenida a la ciudad pero también una mensajera que traía una noticia temible.

Pensé que hasta el rostro de Maia había cambiado desde que habíamos llegado, por un lado se había vuelto más común –nunca había visto a tantas mujeres parecidas a ella– y por otro más denso, su piel parecía más suave y a la vez más resistente, su mirada más dura pero también menos rígida. Se había puesto a la perra en el regazo y la sangre del animal le había comenzado a mojar los pantalones. La niña estaba en el asiento trasero y tenía la mirada clavada en la herida. Cada vez que la furgoneta se topaba con un bache el animal se daba la vuelta y emitía un gemido musical.

Se dice que San Cristóbal se lleva o no se lleva en la sangre, un cliché que la gente aplica por igual a su ciudad de nacimiento en cualquier lugar del mundo pero que aquí tiene una dimensión menos común y en realidad extraordinaria. Y es que es precisamente la sangre la que tiene que acostumbrarse a San Cristóbal, la que debe cambiar su temperatura y rendirse al peso de la selva y del río. El mismo río Eré con sus cuatro kilómetros de anchura me ha llegado a parecer en muchas ocasiones un gran río de sangre, y hay algunos árboles en la región cuya savia es tan oscura que es casi imposible pensar en ellos como vegetales. La sangre lo recorre todo, lo llena todo. Tras el color verde de la selva, tras el color marrón del río, tras el color rojo de la tierra, está siempre la sangre, una sangre que se desliza y completa las cosas.

Mi bautizo fue, por tanto, literal. Cuando llegamos al veterinario la perra estaba ya prácticamente desahuciada, y al sacarla en brazos me vi impregnado de una viscosidad que se volvió negra al contacto con la ropa y que tenía un repugnante olor salino. Maia se empeñó en que le entablillaran la pata y le cosieran la herida del lomo, y la perra cerró los ojos como si ya no tuviera intención de luchar más. Me pareció que sus ojos se movían nerviosamente bajo los párpados cerrados, como les sucede a las personas cuando sueñan. Trataba de pensar qué estaría viendo, qué vida de vagabunda selvática estaría reproduciendo su cerebro y deseé que se pusiera bien y sobreviviera como si buena parte de mi seguridad en aquel lugar dependiera de ello. Me acerqué a ella y le puse la mano sobre el hocico caliente con la seguridad, casi con la convicción, de que ella me entendería y se quedaría con nosotros.

Dos horas más tarde la perra lagrimeaba en el patio de nuestra casa y la niña le preparaba un cazo de arroz y restos de comida. Nos sentamos juntos y le dije que pensara un nombre. Ella arrugó la nariz, su gesto natural para teatralizar la indecisión, y dijo: “Moira.” Y así se sigue llamando aún mientras dormita tantos años más tarde a pocos pasos de mí, una perra anciana echada en el corredor. Moira. Si contra todo pronóstico ha enterrado ya a la mitad de la familia, quizá no sea tan improbable que entierre a la familia completa. Solo ahora entiendo su mensaje.

Andrés Barba. Foto: efe

Andrés Barba (Madrid, 1975), se dio a conocer en 2001 con la novela La hermana de Katia (finalista del Premio Herralde) excelentemente acogida por crítica y público, a la que siguieron Ahora tocad música de baile,  Versiones de Teresa (Premio Torrente Ballester), Las manos pequeñas y Agosto, octubre y las nouvelles de La recta intención. Es también autor de El libro de las caídas en colaboración con el pintor Pablo Angulo. Su obra ha sido traducida a cinco idiomas.

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